Artículo escrito por mi para Revista Somos
Las pastillas mágicas: El negocio de la enfermedad
Los logros de la medicina moderna y la química farmacéutica son innegables: Aumento de las expectativas de vida, erradicación de muchas enfermedades mortales, tratamientos para problemas antes incurables. Sin embargo, la cantidad de enfermos aumenta y aumenta. ¿Qué está ocurriendo para que se produzca esta contradicción?
Para caer en una estafa o un timo hay un requisito: Querer obtener algo de forma inmerecida o a un costo menor de lo que sabemos que realmente vale. Es el anzuelo, la manera como un estafador consigue lo que quiere.
¿Qué es lo que queremos obtener cuando consumimos un medicamento?
El negocio de la administración de los síntomas
Revuelo causaron en 2008 las palabras del premio Nobel de Medicina Richard J. Roberts al denunciar algo que todos sospechábamos: Para gran parte de la industria farmacéutica no es rentable producir medicamentos que curen realmente, porque como son empresas, cuyo último objetivo es aumentar sus ganancias y asegurar su rentabilidad futura, la gente sana no es negocio. Por lo tanto, la mayoría de las investigaciones se centra en producir fármacos que, en vez de curar, producen más bien un alivio temporal de los síntomas, lo que hace que el consumidor se mantenga “cautivo”.
De esta manera, vemos el mercado lleno de “remedios” que hay que consumir de por vida, que son planteados como un tratamiento, pero que en realidad son simples cuidados paliativos que nos mantienen como fieles consumidores de un producto farmacológico.
Así, cuando la salud, la fabricación y el acceso a los medicamentos deja de ser un derecho humano fundamental y se ponen a disposición de las leyes del libre mercado, rápidamente se pierde la ética que defiende la vida y se prioriza las estrategias de negocio para la maximización de las ganancias.
Me duele la inflamación del PIB
Un buen ejemplo para entender la enfermedad como mercancía es el caso de la pandemia de gripe porcina (H1N1) anunciada en 2009 y 2010, en la que cientos de gobiernos a lo ancho del mundo protegieron a sus ciudadanos con la compra de retrovirales.
Esta medida tenía como objetivo calmar el temor de la población, que, a su vez, había sido generado por la misma industria, y que en el fondo, no protegía de nada: Se había comprobado y mostrado públicamente que esos medicamentos no evitaban el contagio, ni ayudaban de manera significativa a la cura y ni siquiera reducían los síntomas de la enfermedad.
Sin embargo, ¿fue todo pérdida? No para todos. El negocio fue un éxito para los fabricantes.
Cuando la salud es un mercado, una pandemia (real o imaginaria) es un negocio exitoso. Visto desde esta óptica, cada nueva enfermedad ayuda a que mejoren las ventas, crezca nuestra economía y aumente el PIB. Todo un logro.
Oferta y demanda
Cuando en 1957 Albert Sabin inventó la vacuna oral contra la poliomielitis tomó una decisión asombrosa: No obtener beneficios de su invento. Gracias a él, esta enfermedad, que durante mucho tiempo provocó grandes epidemias, hoy se encuentra en vías de ser erradicada.
El caso de Sabin es una excepción. En la actualidad, el objetivo de los medicamentos es la obtención de ganancias sin barreras éticas, y es por ello que, tal como lo denuncia el mencionado Dr. Richard J. Roberts, las farmacéuticas no invierten en la investigación de las dolencias del Tercer Mundo.
El contagio de las enfermedades no responde a la lógica de la ley de la oferta y la demanda, ni respeta barreras económicas ni políticas; sin embargo, la elaboración de medicamentos sí. Por ello, en los países más pobres del mundo cada día mueren más de 8 mil adultos, ancianos y niños por enfermedades perfectamente curables.
Salvación patentada
Cuando hablamos de medicamentos, un elemento muy importante a considerar son las patentes comerciales. Estas permiten al “inventor” de un fármaco específico tener la exclusividad en la fabricación y la comercialización de un producto.
En principio, la patente comercial tiene como objetivo financiar la investigación y las pruebas clínicas que aseguren que el medicamento funciona. Sin embargo, esta misma exclusividad es la que permite que una empresa farmacéutica decida de manera unilateral el precio del medicamento y su forma de distribución, lo que provoca que en algunos casos la compañía decida simplemente no vender el medicamento en algún país cuya población tiene poco poder adquisitivo.
Dependiendo del país, la patente del medicamento dura entre 10 y 20 años. Pasado ese tiempo, existe la posibilidad de fabricar un fármaco “genérico”, que básicamente es el mismo elemento que el medicamento de marca, pero sin pagar los altos costos de las patentes.
Sin embargo, en la actualidad es muy común que, poco antes de que expire una patente, las empresas farmacéuticas le encuentren un “nuevo uso” a su producto, extendiendo así forzosamente su derecho de exclusividad.
Otra práctica común es la de inventar un medicamento ligeramente mejorado, acompañado de fuertes campañas de marketing para convencer de que el antiguo medicamento no es tan bueno como el nuevo. Un claro ejemplo en este caso es el de los antibióticos, en que es muy común que nos receten uno de “última generación” que puede costar fácilmente sobre 30 mil pesos, versus la clásica, efectiva y genérica penicilina.
Yo no vengo a vender, vengo a recetar…
¿Por qué un médico nos recomendaría un medicamento más costoso? Lamentablemente, han sido documentadas estrechas relaciones entre las empresas farmacéuticas y los médicos, tanto así que muchas farmacias escanean las recetas médicas y le envían la información a los laboratorios. De esta manera, las empresas premian a los médicos pagándoles viajes a conferencias organizadas por las mismas farmacéuticas en lugares de curioso interés turístico.
Es por esto que en Colombia -un ejemplo a seguir al respecto- se creó una ley que obliga a los médicos a recetar solamente fármacos genéricos, pudiendo recetar medicamentos patentados sólo si justifican cada caso con argumentos comprobables.
El paraíso de las farmacias
Hace algún tiempo, me visitó una amiga uruguaya que es química farmacéutica. Al pasear por nuestra capital, llamó por teléfono a su padre diciéndole: “¡Este es el paraíso de las farmacias!” Nadie que haya estado en Santiago requiere una explicación al respecto: Hay una farmacia en cada esquina.
Obviamente, esto no es casual. En un modelo de libre mercado el gran número de farmacias tiene solo una explicación: es rentable. Es decir, los santiaguinos estamos consumiendo muchos medicamentos.
Y así es, en Chile existe una drogodependencia extrema, lo que fue demostrado en la Encuesta de Salud 2009-2010 (ENS 2009-2010), en la que un 48,5% de los adultos reportó que consumía a lo menos un medicamento (permanentemente) y el promedio de la población ¡consume más de 2 medicamentos! La cifra aumenta sobre 4 fármacos en los adultos mayores de 65 años.
Las tendencias de los adultos se expresan también entre los más pequeños: alrededor de un 20% de los niños en etapa escolar se encuentra en algún tipo de tratamiento farmacológico, principalmente por déficit atencional con hiperactividad (ver recuadro).
Fármacos para los sanos
Hace más de 30 años, Henry Gadsden, director de la compañía farmacéutica Merck, poco antes de retirarse, declaró su sueño a la revista Fortune: Vender medicamentos a los sanos. Así sencillamente proclamaba la consigna que hoy mueve a la industria farmacéutica: Vender productos a todo el mundo, al igual que cualquier otra empresa.
Lamentablemente, su sueño se ha hecho realidad, y en la actualidad el consumo de medicamentos -y el caso de Chile antes mencionado es un gran ejemplo- es una acción cotidiana para muchas personas sanas.
¿Cómo se ha logrado esto? Básicamente, a través de dos estrategias: Primero, la farmacología preventiva: encontrar “factores de riesgo” y comenzar el tratamiento antes de que se transforme en una enfermedad. Así, cuando hay hipertensión arterial, de inmediato se habla de posibilidad de infarto y, por lo tanto, se medica a la persona, que solo tiene un factor de riesgo, sin hablar de los posibles efectos secundarios de estos medicamentos, que incluyen el daño hepático, problemas de sueño y disfunción eréctil en los varones, entre otros.
Para lograr el tratamiento de los sanos se redefine una enfermedad de manera que los porcentajes de prevalencia aumenten, se transforman los riesgos en enfermedades y se aumenta la preocupación sobre futuras enfermedades en la población sana.
En general, se habla de cifras, como: “reduce un 33% el riesgo de sufrir un infarto”; sin embargo, cuando el riesgo estadístico es de un 3% (o sea, que 3 de cada cien personas tienen un infarto), esa reducción solo significa en términos reales un 1% (el 33% de 3= 1). Es decir, el medicamento solo evitará un infarto entre cada 100 personas.
De manera que gastamos una considerable suma de dinero y generamos daños a veces irreversibles a nuestro organismo y a nuestra vida en general solo por reducir el 1% de probabilidades. Más bien, los tratamientos deberían estar orientados a mejorar nuestros hábitos alimenticios y de ejercicio físico.
Creación de enfermedades
La segunda estrategia es mucho más escandalosa: Una empresa farmacéutica contrata especialistas para encontrar una nueva enfermedad. ¿Quiénes son esos especialistas? ¿Médicos? ¡No! Agencias de marketing que simplemente estudian a la población en busca de características naturales pero molestas que sean comunes a una parte significativa de la población.
Así, se han inventado o aumentado la gravedad de enfermedades y desórdenes como la disfunción sexual femenina, el síndrome premenstrual, la rosácea, el déficit atencional con hiperactividad o -el caso más emblemático- el síndrome de ansiedad social.
Este último síndrome fue inventado por una empresa de marketing estadounidense que contrató a psiquiatras para que hicieran charlas al respecto, lo que fue acompañado de una gran campaña publicitaria que, a su vez, recomendaba un medicamento antidepresivo específico que rápidamente logró un gran éxito en el mercado.
Doctor: ¡Quíteme esto!
¿Cómo es posible que tantos caigamos en un engaño tan simple? La respuesta no es fácil, porque tiene que ver con nuestra concepción de la salud y nuestra forma de vida.
¿Es la salud la ausencia de todo malestar? Una de las claves para vender medicamentos a las personas sanas radica en la transformación de malestares naturales en enfermedades. De esta manera, situaciones habituales como la fatiga después de trabajar una larga jornada, la tristeza por la pérdida de un ser querido, los normales cambios de ánimo o dificultades para dormir porque algo nos aproblema, fácilmente son diagnosticados como enfermedades y tratados con medicamentos. ¿Logrando qué? Con suerte, una vida plana, sin altos ni bajos. Pero ni siquiera eso. Nos estamos drogando y ni siquiera lo estamos pasando bien.
Se ha comprobado que gran parte de los medicamentos no funciona, sobre todo aquellos dirigidos a las enfermedades mentales. Incluso en el caso de los antidepresivos por inhibición selectiva de la recaptación de serotonina, que son los más usados en el mundo entero, se ha demostrado su ineficacia (y que incluso pueden generar el efecto contrario, ver recuadro).
La consecuencia de nuestros actos
Muchas veces miramos nuestra salud como si fuera una bendición del cielo, de dios, del universo, del azar, del destino o de cual sea nuestra creencia. Sin embargo, en la naturaleza no hay premios ni castigos: Hay consecuencias. Nuestro estado de salud es un excelente indicador ¿de qué? De cómo estamos viviendo.
Las enfermedades son resultados o expresiones de lo que nos está pasando. Claramente tienen que ver con lo que estamos haciendo, con cómo nos estamos cuidando, cómo estamos comiendo, cómo nos ocupamos del equilibrio de nuestro cuerpo y nuestra mente.
Es muy común encontrar personas que viven en un ambiente contaminado (como Santiago), que no hacen ejercicio, que le exigen a su cuerpo largas jornadas laborales, sumadas a formas de recreación que implican más desgaste para el cuerpo, alimentados por productos con alta cantidad de pesticidas tóxicos (como los más disponibles en nuestro país), que viven en casas que emanan gases dañinos (como el concreto) y que cuando se enferman esperan una cura mágica.
Y la búsqueda del milagro no abarca sólo a los fármacos; somos muchos los que buscamos una curación espontánea en las medicinas alternativas o complementarias, un curador que con solo tocarnos nos saque todos los males, ya que estos no nos pertenecen.
Somos vulnerables de ser engañados, porque estamos tratando de conseguir salud a un costo menor del real. Las enfermedades son nuestras, son producto de lo que hacemos, por eso me gusta la idea de tomar la enfermedad como un camino, como una señal, como un síntoma.
Estas expresiones físicas o emocionales son parte de nosotros. No defiendo la idea de que haya que vivir con dolor; creo en el uso moderado de los medicamentos, pero sin olvidar que estamos tapando un síntoma, no actuando sobre el fondo, y que, por mucho que lo tapemos, la desarmonía que la enfermedad está expresando seguirá estando ahí.
La única forma de no ser engañados es haciéndonos cargo de la enfermedad, asumiendo que esa enfermedad es nuestra y que la única forma de curarnos es cambiando: No podemos curarnos de un mal haciendo lo mismo que lo creó.
Artículo escrito por mi para Revista Somos. Publicado en el número de Agosto de 2011 de la revista.